X años nació en el 1999, cuando tomaba una ducha para ir al trabajo en San Pablo. En ese momento escuché por la radio que una encuesta realizada el 6 de agosto en las calles de Hiroshima, había obtenido como resultado que un porcentaje abrumadoramente alto de jóvenes de esa ciudad no sabían que aniversario se recordaba ese día. Esto me golpeó muy duro. Algo debemos hacer para combatir el olvido, la desmemoria, me dije. Y pensé en un ciclo por Internet, que recordara a las personas hechos que a mi criterio no debían ser olvidados. Hitos fundamentales de nuestra historia como especie cuyo extravío en la memoria me resulta, a mí al menos, inadmisible. Por eso el ciclo nació un 6 de agosto y con un poema de Vinicius de Moraes sobre la bomba atómica que explotó en Hiroshima.

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27 de junio - 27 años este día

Todo empezó en febrero de 1973, cuando las Fuerzas Armadas uruguayas (llamadas en la época Fuerzas “Conjuntas” y que dejaron tan llena de miedo y vergüenza la palabra “conjuntas” que hoy no la usa más nadie para nada en el paisito) emitieron un “comunicado” (así los llamaban) en el que más o menos decían que de aquí para adelante se hace como yo digo, ¿´Tá claro? Pero las formas institucionales se preservaron –sólo las formas- después de febrero. El presidente de turno, mi amigo el polemista Juan María Bordaberry, gobernar no gobernó nunca. Antes de febrero no era capaz de poner orden en el país donde los tupamaros secuestraban y robaban como en una película de Hollywood. Después de febrero, su rol se limitó a firmar lo que a la mañana encontraba encima del escritorio, hasta que las propias FF.CC. (así se abreviaba entonces Fuerzas Conjuntas, a mí ahora me suena más a “Ferrocarril Central”) decidieron un día de junio de 1976 que ni siquiera servía ya como pantalla y lo mandaron a su casa.
Es bueno recordar que el PC (abreviación que en el Uruguay de entonces no se refería al Partido Colorado sino al Comunista) desde su órgano de prensa (“El Popular”) vio con buenos ojos –por no decir que apoyó- el golpe de febrero. Porque en realidad el quiebre institucional como dije, se produjo en ese mes. Pero que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra lo prueba que su partido hermano, el PCA (argentino) también saludó con sonrisas el advenimiento de Videla en marzo de 1976. Esto no evitó que ambos fueran reprimidos como todos los demás grupos de izquierda.
Pero en fin, sigamos con la historia. El 27 de junio de 1973, fecha que hoy recordamos se produjo el golpe formal, se cerró el parlamento y no me jodan más con la libertad de prensa y toda esa mierda, carajo. No es dictadura, fue el título de la elocuente tapa blanca de Marcha, un notable semanario de izquierda de la época que se limitó a colocar, debajo de esa breve frase, el comunicado militar cerrando el parlamento, los diarios, todo. No fue el último ejemplar de Marcha, pero no duraría mucho tiempo más. Yo conservo todos los ejemplares de Marcha de esa época en mi biblioteca.
Comenzó inmediatamente una huelga general que paralizó el país, cuya máquina económica sólo se reactivó quince días después y a punta de bayoneta en fábricas y comercios. El 9 de julio tuvo lugar una enorme manifestación contra el golpe en la zona céntrica (que los comunicados oficiales denominaron “asonada”, habrán notado que hubo todo un vocabulario del autoritarismo). Comenzaban largos años sombríos. En la facultad no se podían juntar los estudiantes en grupos de más de tres –era conato de subversión- y a las ocho de la noche, en lugar de malas novelas de amor como en todos los países del mundo, los uruguayos nos acostumbramos a prender el televisor para ver a quienes habían metido presos ese día o habían pasado a la penosa condición de prófugos “de la justicia” (para llamarla de alguna manera). Tengo presentes para siempre en mi memoria las fotos blanco y negro, cada día diferentes, que formaban una fila interminable de jóvenes que por mucho tiempo no verían más el sol, sea porque estaban presos o porque pasaban a la clandestinidad. Respecto de estos últimos el término que se usaba era: “Fulano está requerido”. El dolor de reconocer un nombre en esas listas. Los delitos típicos de la época eran “asociación para delinquir” (o sea pertenecer a cualquier movimiento o partido de oposición al gobierno, armado o no) y “asistencia a la asociación para delinquir” (apoyar a los anteriores aunque fuera con el pensamiento).
Comenzó uno de los mayores exilios de la historia del mundo (medido en porcentaje de la población total). No me atrevería a decir cuantos se fueron, Anabella que hizo una tesis sobre el tema debe tener mejor información, pero diría que no deben haber sido menos de medio millón y difícilmente más de uno. Para una población de tres millones de almas, no es poco. Dos libros que reflejan muy bien esos años son La casa y el ladrillo y Primavera con una esquina rota, ambos de Mario Benedetti, publicados originalmente en España. En términos musicales, ninguna canción describe el exilio uruguayo con tanta nitidez como Uruguayos de Jaime Roos.
Prácticamente no quedó familia en el país que no tuviera al menos un miembro en el exterior. Al exilio forzado, siguieron los otros, el semi-forzado y el voluntario. Algunos se iban porque tenían las botas pisándole los talones, otros porque se la veían venir ya que sus compañeros de actividades –militantes, les llamábamos entonces- habían “caído” (sido tomados presos) y esto era un índice no muy alentador, sobretodo porque nuestros uniformados, otrora tomadores de mate y hacedores de nada en los cuarteles, habían aprendido a “preguntar en forma convincente”, if you know what I mean. Nadie –o casi, justo es decir- se resistía mucho más de 24 horas en contar hasta porque no había tomado la sopa a los cinco años. Finalmente, muchos se iban simplemente porque el aire se había tornado irrespirable, o, en palabras de Benedetti, los aires ya no eran buenos aires, la vida nada más que un blanco móvil.
Nuestros mediocres uniformados, que nunca le ganaron una guerra a nadie –ni la pelearon- arruinaron el país, dejaron tierra arrasada y ni siquiera mostraron ser más honestos y eficaces administradores de la cosa pública que sus antecesores de traje y corbata.
Pasaron muchos años, muchos muertos, mucho exilio, hasta que los mesiánicos oficiales decidieron hacer un plebiscito en el que le pidieron a la gente (al pueblo, como se decía entonces) que dijera SI, si quería que ellos se perpetuasen en el poder o NO si prefería que se fueran a la mismísima mierda. Tal era el desvarío en el que vivían y la distancia del real sentir de la gente, que pensaron que ganaban y por eso no adulteraron el resultado. Pusieron toda la máquina y el dinero del estado apoyando el SI pero permitieron alguna campaña en favor del NO, para guardar las formas frente a la opinión pública del mundo exterior. Como cualquiera que saliera a la calle en esos tiempos podía adivinar, perdieron por patética goleada. El hecho muy destacable es que fue el primer plebiscito en la historia organizado por un gobierno autoritario (si no me falla los primeros los hizo Napoleón, pero no era nabo, los ganaba) en el que los dictadores se llevaron cero puntos. El chileno es posterior. Siempre creí y sigo creyendo que en toda la historia uruguaya no hay nada de que mis compatriotas pueden sentirse tan legítimamente orgullosos como ese día en que dieron –dimos- aula de cultura cívica.
Con el resultado del plebiscito vino la debacle del régimen; se organizaron elecciones –en las que colorados y frenteamplistas aceptaron que no se le permitiera participar al candidato que hubiera ganado seguro, Wilson Ferreira Aldunate, del Partido Nacional. El acuerdo pasó a la historia como “del Club Naval” (por el lugar donde se lo gestó) y al día de hoy sigue dando que hablar. Los blancos (el partido de Wilson) no perdonarán nunca –y razón no les falta- y los colorados y frenteamplistas dicen que bueno, que era la única manera de conseguir elecciones, que perdónenme, que qué querés que le haga.
Un día de febrero de 1985 se reabrió el Congreso, mientras las banderas de todos los partidos flameaban en las escalinatas del magnífico edificio de mármol donde tiene su sede el Poder Legislativo. Las tropas volvieron a los cuarteles, la brisa a mover los árboles, los niños a las veredas. Los presos políticos fueron liberados. Algunos exiliados retornaron al país persiguiendo una quimera sólo para encontrar muchos de ellos que no eran de aquí ni de allá, que todo había cambiado demasiado, empezando por ellos mismos como para que la readaptación al paisito fuera posible. Muchos volvieron a irse, esta vez para siempre. Algunos, con hijos grandes y una vida hecha en la diáspora, ni intentaron el retorno.
El país recuperó las instituciones, la libertad de prensa y la tranquilidad. Esto a veces nos hace pensar que bueno, que es historia, que ya pasó, que hay que mirar para adelante, que ufa, Berni, vos siempre viviendo del pasado.
Pero los muertos no recuperaron la vida. Y sólo los que sufrieron el exilio, saben que el dolor de esos años, la soledad y la angustia con que el desarraigo forzado marca el corazón, no se las quitará nunca nadie, no importa lo bien que hoy respiren el aire de Sidney, París o Ciudad de México. Por eso –por ellos- no podemos olvidar, ni hacer un simple pase a los libros de historia de esos, nuestros años de plomo.

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